Gastronomía molecular

O cuando los cocineros descubrieron que su trabajo es pura química. A continuación sabrán el porqué.

Todo comenzó el 14 de marzo de 1969. El físico húngaro Nicholas Kurti fue invitado a dar una de las clásicas Conferencias de los Viernes por la Tarde en la Royal Institution de Londres, una sociedad que se fundó en 1799 con el fin de “difundir el conocimiento de los experimentos y aplicaciones de la ciencia en los objetos comunes de la vida”. Como no podía fallar a tan elevado motivo, la conferencia del húngaro se tituló “El físico en la cocina”. Grabada por la BBC, una de las frases más citadas de esta memorable charla es: “Es triste que conozcamos mejor la temperatura del interior de las estrellas que la del interior de un suflé”. Algo que subsanó allí mismo, mostrando cómo sube desde los 20º, para luego bajar y volver a subir hasta alcanzar los 70º al sacarlo del horno. También demostró que inyectando zumo de piña en la carne la hace más tierna debido a la enzima bromelina, que rompe las proteínas. También enseñó cómo Benjamin Thompson -conde Rumford del Sacro Imperio Romano, fundador de la Royal Institution y uno de los primeros científicos en entender lo que era el calor- cocinó una espalda de cordero a baja temperatura: si se pone una pieza de 2 kg a 80ºC, después de ocho horas y media la temperatura dentro y fuera de la pieza es de 75 ºC y el cordero queda perfectamente cocinado y muy tierno. Y es que la termodinámica se encuentra en todos los rincones de la cocina.

Por su parte, en marzo de 1980 un joven químico francés, Hervé This, empezaba su particular programa de investigación: comprobar los consejos de la abuela, esas recomendaciones “de toda la vida” -como por qué es preferible un puchero de cobre para cocinar los postres- y que nadie se había tomado la molestia de ver si realmente funcionaban. Seis años más tarde ambos se encontraban en el restaurante Chez Maître Paul del Barrio Latino de París y descubrieron que sus visiones eran complementarias: un físico preocupado por introducir la física en los fogones y un químico deseoso de limpiar de creencias falsas los libros de cocina.

Pronto encontraron apoyos entre cocineros y científicos: Antonini Zichichi, director del centro de física Ettore Majorana, Hans Mayer Leibniz, Sir Arnold Burgen, el premio Nobel Pierre Gilles de Gennes, director de la Escuela Superior de Física y Química de París, y Philippe Corsaletti, presidente de la asociación europea de chefs Eurotoques. El esfuerzo combinado de todos ellos cristalizó en Erice (Italia) en 1992, donde se celebró el Primer Congreso Internacional de Gastronomía Física y Molecular (en realidad, la propuesta de This era sólo Gastronomía Molecular pero Kurti insistió en que la física también tenía algo que decir en la cocina; la tesis doctoral de This también se tituló como el congreso).

El efecto de la investigación científica hecha desde entonces ha permitido entender, por ejemplo, por qué al sacar un cochinillo del horno hay que cortarle la cabeza para que la piel quede bien crujiente: durante la cocción el agua se evapora tanto de la piel como del interior del tostón, pero al sacarlo fuera del horno el vapor del interior sale por la piel, ablandándola. Si se corta la cabeza, sale por esa zona y la piel queda bien crujiente.

Pero fue a finales de los 90, y sobre todo con la llegada del nuevo siglo, cuando la Gastronomía Molecular –que perdió la palabra Física tras la muerte de Kurti– se convirtió en la palabra que definió a los cocineros (perdón, restauradores) que empezaron a aplicar los métodos clásicos del laboratorio de química en sus creaciones culinarias. Entre ellos destacan nuestro internacionalísimo Ferrán Adriá de El Bulli, el arrollador Pierre Gagnaire en Paris y el inclasificable Heston Blumenthal del Fat Duck en Bray, Berkshire, Reino Unido.

Armados con nuevas técnicas de cocina, los entusiastas de la renovada cocina molecular aprenden cómo usar las propiedades fisicoquímicas del agua para alterar el sabor y la textura de los alimentos, la influencia del calor en la absorción de agua, la oxidación de las grasas… Todo ello ha permitido explorar novedosas mezclas de sabores, como la sorprendente de chocolate blanco y caviar del Fat Duck o el ubicuo caramelo de mantequilla salada que casi cualquier restaurante con tres estrellas Michelín se ve en la obligación de ofrecer. Y es que, como Kurti dijo en aquella proverbial conferencia de hace casi 40 años, “el descubrimiento de un nuevo plato ha hecho más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella”.

Texto: M.A Sabadell
Fotos: Autor
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