“Los anisados han sido nuestra bebida nacional hasta que el brandy los ha arrinconado a un segundo y a todas luces injusto lugar”. El lamento de Carlos Delgado en El libro de los aguardientes y licores (1987), quedó tan superado por la posteridad como el espumillón: el Informe del Consumo Alimentario en España dice que en 2022 bebimos apenas 60 mililitros de anís por habitante; lo que nos toca lo podemos pasar por el control de seguridad del aeropuerto. Las cifras constatan un declive contra el que nos rebelamos: el anís no solo es parte de la memoria sentimental de este país, botella infaltable en el mueble-bar e instrumento musical si se tercia. También es patrimonio del Mediterráneo y un ingrediente capaz de aportar misterio y sofisticación a platos salados: esta Navidad, triunfamos con el anís. ¿Dónde tenías aquella botella?
Historia de un aroma
Para apreciar el valor histórico de esta bebida espirituosa, cuya graduación legal oscila entre los 35º y los excepcionales 74º autorizados para la fórmula centenaria del Chinchón Extra Seco, hay que viajar al Mediterráneo oriental, donde, cuenta la botánica Aína S. Erice, aparece el anís verde (Pimpinella anisum), también conocido como matalahúva, planta de la familia de las apiáceas -como el apio, zanahoria, hinojo, perejil, cilantro o comino- cuyas semillas son ricas en anetol, compuesto aromático con un poder dulcificante 15 veces superior al del azúcar.
El ser humano está programado químicamente para amar el dulce. En el empalagado mundo moderno, el caramelo de anís es un triste de la piñata, pero en la Prehistoria aquella semilla dulce y fragante era un regalo. Egipto, civilización perfumista, fue pionero en dos disciplinas relacionadas con el anís: la invención de los alambiques -fueron misioneros de Alejandría quienes enseñaron a los celtas a destilar whisky-, y el cultivo de anís verde (el anís estrellado, Illicium verum, llegó después de China). La literatura médica de la antigüedad le otorgó innumerables cualidades terapéuticas, algunas demostradas -ayuda a eliminar los gases-, y otras no (el efecto de aumentar la leche en las madres y el semen en los hombres, creencia vigente en época de Carlomagno).
Destilando elixires
Mientras Carlomagno guerreaba para unificar el Sacro Imperio Germánico, al sur del continente europeo, la Península Ibérica se adentraba en una de las etapas más fértiles de su historia en adelantos científicos y culturales: Al Andalus. Los árabes revolucionaron la alquimia y obtuvieron los primeros elixires, o destilados de vino. El principio de la destilación de alcoholes es sencillo: el punto de ebullición del alcohol es más bajo que el del agua (78ºC). Al aplicar calor a una caldera con alcohol diluido en otro líquido, éste se evapora antes, y llevándolo por el alambique a la zona de enfriamiento, se condensa un alcohol puro con los aromas de las sustancias maceradas en él. Los árabes limitaron los destilados a perfumería, y mostraron su amor al anís usándolo en grano para aromatizar confituras, masas, panes, carnes, embutidos, aliños y adobos, usos aún vivos en la cocina tradicional.
Sobre el origen de la bebida, El libro de los aguardientes y licores baraja dos opciones. Una pasa por Holanda, Francia y el anís estrellado. La otra nos lleva a Abderramán III, primer califa omeya de Córdoba (siglo X). Abderramán era aficionado a los alambiques y a las virtudes medicinales del anís. En territorio cordobés, el amor al anís sigue vigente, y además de concentrar Rute destilerías míticas como Machaquito y hasta un Museo del Anís, en cualquier rincón de la provincia le sorprenden bautizando torrijas, roscos y pestiños con un chorro de anís flambeado. Una fiesta.
El anís por el mundo
El Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, vivió cinco siglos después que su paisano Abderramán III. Fue estratega de la Reconquista con los Reyes Católicos. Sus tropas bebían en combate “cincuenta mil ducados de aguardiente de anís”, escribe Carlos Delgado. La afición se mantuvo durante siglos: no fue ni es exclusiva de España, pero otros rincones del Mediterráneo se decantaron por un estilo de anisados, como los recios rakis turcos y balcánicos, el arak sirio-libanés, el ouzo griego o, en otro estilo, la sambuca italiana.
Un gran país anisero es Francia, patria del Pernod, los pastismarselleses, las absentas malditas y amables anisettes como el Marie Brizard. A diferencia de España, Francia prefiere el anís estrellado al verde. Pese a la fama de sus grandes marcas, está lejos del liderazgo mundial en anisados; la diversidad de estilos, elaboraciones y mezclas española es infinita, dentro de dos grandes familias: los anises rurales, de tradición artesanal y corte aguardentoso (chichón, ojén, cazalla, rute…), y los que se internan en el terreno del licor, un destilado suavizado con azúcares y aromas.
Hay muchos y buenos anises industriales en España, pero el favorito en la era milenial es el badalonés Anís del Mono, legado del visionario del marketing Vicençs Bosch i Grau. Bosch aprovechó la fama de milagroso que cobró el anís tras librarse los aniseros de Monóvar (Alicante) de una epidemia de cólera en 1884. La superstición empujó a la gente a los bares pidiendo “un mono”. Mono que Bosch estampó en su etiqueta, dicen que con la cara de Charles Darwin, una celebridad en la época. El éxito fue tal, que la lista de marcas de anís con nombres de animales le dio la vuelta al Arca de Noé. Otro golpe fue la introducción de la botella con puntas de diamante, que acuñó una imagen icónica para esta bebida en España y elevó el envase a instrumento musical. Bosch, de viaje en París, entró a una perfumería buscando un regalo para su esposa y terminó llevándose los derechos de un frasco.
Texto obtenido de ESPERANZA PELAEZ en el suplemento Gastro de El Pais