Mayonesa (Y no precisamente la canción del verano)

La mayonesa es una salsa memorable por dos motivos obvios: se cocina sin aplicar calor y constituye la base de muchas otras que se pueden servir con un amplio repertorio de platos, como puede comprobar cualquiera que haya probado la cocina centroeuropea. En este punto me resisto a dejar de pasar la oportunidad de reproducir una categórica afirmación de la excelente comedia televisiva Frazier; la del snob y gourmet sibarita Niles, hermano del protagonista, cuando comenta: “Yo sólo tomo cerveza con una comida alemana. O sea, nunca.” Pero no estamos aquí para criticar esas ensaladas rebosantes de patata y col sino para hablar de lo que uno de esos críticos gastronómicos norteamericanos horteras llamó “esa bello y brillante ungüento dorado”.

Todos sabemos de nuestros tiempos de escuela que el agua y el aceite son inmiscibles: por mucho que agitemos, jamás se mezclarán. La única forma de conseguir que se “hagan amigos” es gracias a unos mediadores: moléculas tensioactivas que, como diríamos en el lenguaje cotidiano, juegan a dos barajas; por un lado se sienten atraídas por el agua y por el otro, al aceite. Gracias a ellas podemos hacer mayonesa, una emulsión –en química se da este nombre a cuando un líquido se dispersa en otro en forma de pequeñas gotitas–. Quien proporciona ese “pegamento” es la yema del huevo, que contiene sustancias como la lecitina, fosfolípidos que recubren las gotas de aceite. A su vez, esas gotitas recubiertas no se unen entre sí porque los tensioactivos están cargados eléctricamente y se repelen. Esto también explica porqué usamos vinagre o limón: en un medio ácido las moléculas tensioactivas tienen una carga mayor y se repelen con mayor intensidad.

El efecto mecánico de batir la mayonesa tiene un objetivo muy claro: romper el aceite en gotitas cada vez más pequeñas y distribuirlas por el agua. Es por esto mismo por lo que se añade poco a poco el aceite y no se hace todo de golpe. Como podemos imaginar, que la mayonesa se corte implica que no hemos sido capaces de conseguir esa dispersión del aceite. Se dice que ha floculado: las gotas de aceite se juntan y se separan del agua. Esto sucede porque, o bien los ingredientes están demasiado fríos o la yema no ha proporcionado el agua suficiente para la cantidad de aceite usado. Para arreglar el desastre se suele recomendar añadir una yema de huevo –recordemos que la mitad es agua– aunque muchas veces basta con añadir un poco de agua y agitar con vigor.

Muchas recetas suelen colocar el límite en 3/4 de taza de aceite por yema de huevo, y suelen recomendar a los novatos que se mantengan por debajo de ese valor. Sin embargo, Harold McGee, que ha escrito unos libros deliciosos sobre la ciencia de la cocina, cuenta en The Curious Cook el pequeño reto que se planteó a sí mismo: ¿qué cantidad máxima de mayonesa podría obtener con una única yema de huevo? Dicho de otro modo ¿cuánto aceite puede usarse con un único huevo? Descubrió que… ¡más de 22 litros!

Evidentemente la idea no era ir echando de continuo una garrafa de 20 litros ni tampoco usar aceite de oliva, con lo caro que es en Estados Unidos. De esto doy fe. En junio he vivido dos semanas en Nueva York y el medio litro de aceite –italiano, a veces francés(¡!) y muy raramente español– valía entre 9 y 18 euros. Pero tuve suerte. Un día decidí pasear por Brooklyn y tras cruzar el famoso puente encontré una tienda de ultramarinos libanesa donde vendían un más que aceptable aceite sirio a 4 euros el litro (no perdamos de vista Siria; es el segundo país, tras España, en número de olivos).

McGee decidió que el experimento no podía llevarse por delante parte de sus ahorros así que sustituyó el aceite de oliva por el de soja. Empezó a hacer la mayonesa de soja (¿a qué diablos sabrá?) y una vez obtenida tomó una cucharada de la mezcla, la puso en otro recipiente y volvió a añadir aceite. Claro que tuvo la brillante idea de añadir periódicamente un poco de agua –un par de cucharillas por taza de aceite– porque supuso que el agua de la yema no iba a ser suficiente. Y así continuó hasta gastar más de 20 litros de aceite. Tan increíble le pareció que decidió repetir el experimento… con similar éxito.

Las razones para este logro se encuentran en que no se debe exceder la capacidad que tiene la yema de emulsionar. En peso contiene un 50% de agua, 16% de proteínas y 33% de grasas. De éstas un 5% es colesterol y 28% de fosfolípidos. Así, una única yema contiene 2 gramos de fosfolípidos y 3 gramos de proteína (la mantequilla, por comparar, tiene 0,02 gramos de los primeros y 0,1 de las segundas). Con unas pocas cuentas y usando datos obtenidos de manuales de química, McGee calculó “la superficie de poder emulsionante”: del orden de 1.500 metros cuadrados, casi la quinta parte del campo de fútbol de la Romareda. ¿A qué volumen de gotitas de aceite corresponde? Teniendo en cuenta que cada una tiene un tamaño de 10 micrómetros (una milésima de milímetro) calculen…

Para terminar con estas cifras mareantes, volvamos a nuestra inicial taza de aceite por yema. Después de haberle dado al codo –que no vale eso de usar la batidora– habrán “troceado” el aceite en 300 mil millones de gotitas. ¿Mucho? Teniendo en cuenta que nuestra galaxia, la Vía Láctea, contiene cien mil millones de soles ustedes dirán…

Texto: M.A Sabadell
Fotos: Autor
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Un comentario

  1. ¡Qué ganas me han dado de ponerme a la faena y hacer probatinas también!. He de confesar que hace meses -sino son años- que no hago mayonesa. Primero porque procuro evitarla con esto de la dieta perpetua y, segundo, porque de ser imprescindible en la receta, añado lo imprescindible de alguno de los socorridos productos industriales. ¡No tengo perdón, lo sé, pero así es!.

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