Desde hace ya algunos años, ciertas palabras, o al menos nuevas acepciones, han sobrevenido nuestro vocabulario familiar. Términos de nuestro idioma como reducción, baja temperatura, deconstrucción, texturas, farsa, brisa, velo… O adaptaciones de otros idiomas como bouquet, carpaccio, crudité, tataki, etc., complementan, en muchas ocasiones mal escritas o mal pronunciadas, las sugerencias de camareros y maîtres. La visión de estas palabras durante el íntimo ritual de la lectura de una carta gastronómica viene poniendo en funcionamiento ciertos mecanismos automáticos absolutamente imposibles de inhibir.
Este proceso espontáneo tiene que ver con un aumento subjetivo de las expectativas de resultado que vamos a proyectar sobre la comida que vamos a disfrutar. Así, cuando nuestro cerebro lee ensalada ilustrada no activamos este mecanismo, y es por ello que el plato nunca podrá abocar en un fracaso radical. Sin embargo, cuando nuestro cerebro percibe bouquet de lechuguitas sobre láminas de queso de cabra altoaragonés en confitura de frutillos del bosque, y caramelo de miel de eucalipto… cuidado. Nuestro cerebro comienza a funcionar. Primero comenzamos a salivar con una frecuencia y cantidad desmesurada. Segundo, nuestro cerebro nos obliga a proferir una frase automatizada a nuestros compañeros de mesa, “Uhmmm, Tiene buena pinta, ¿eh?”, creemos que lo decimos porque queremos, pero no, craso error, es todo parte del mecanismo en cuestión. Y tercero, nuestro cerebro aumenta inexorablemente los umbrales de la satisfacción hasta límites muy superiores de los que disponíamos horas antes mientras comíamos en casa de nuestra madre, eso ya no es suficiente. En algunos individuos este mecanismo solo actúa como un sensor de pijez (permítaseme la expresión) y esnobismo desenfrenado que desemboca en una histriónica negativa a la ingesta de cualquier producto que apareciera en la susodicha carta.
En ciertos casos lo prolífico del verbo utilizado por el cocinero solo consigue que la propuesta sea automáticamente declinada por los clientes que se muestran más escépticos a admitir ciertos cambios en sus hábitos gastronómicos
El hecho es que estas palabras, y muchas otras, algunas utilizadas en sus acepciones naturales, y otras empleadas como audaces metáforas culinarias, no son más que un intento de traducir el cuidado y la sofisticación con la que se ha creado un plato, su etiqueta, su nombre, su carta de presentación. Al fin y al cabo toda esa dedicación, el cariño, se quedará entre el cocinero y el plato si este no es lo suficientemente sugerente como para ser elegido por el comensal. Cierto es que, en muchas ocasiones, son solo adornos y ornamentaciones lingüísticas que no se refrendan en el plato, pero demos un voto de confianza a nuestros cocineros, y no perdamos tiempo en aquellos que realmente son mejores poetas que chefs.
Pero entonces, ¿son estas palabras el prólogo de un gran ágape? No necesariamente. ¿Significa la ausencia de éstos términos la antesala de una cena pobre y mísera? En absoluto. Lamentablemente, algunos cocineros se han centrado en desarrollar platos centrados en esos neologismos sobre los que versan estas líneas, en detrimento de un factor que sí que es fundamental, y condición sine qua non, para dar con una receta de éxito: el producto.
Hace algunos días, con un par de amigos, compramos solomillo de ternera y recogimos unas cebollas tiernas del huerto de uno de ellos. Los productos solo hicieron una parada en su ruta hasta nuestros estómagos, un breve viaje sobre unas brasas de roble, y el pobre acompañamiento de unos granos de sal, y en el caso de las cebollas algo de aceite y vinagre. Sin deconstrucciones ni gaitas. Buena carne, unas cebollas impresionantes y, por qué no decirlo, un tinto reserva del país, crearon un resultado que literalmente no sabíamos cómo definir. Y la cuestión es que la verdadera clave de que un plato tenga éxito o no es que la materia prima sea lo suficientemente genuina, fresca, natural, como para que cualquiera perciba su verdadera calidad.
Cuando nos sentamos en una mesa y nos disponemos a comer debemos diferenciar entre dos posibilidades, dos perspectivas dicotómicas de un mismo hecho que no pueden coexistir para que tengamos la capacidad de emitir un juicio racional sobre una propuesta gastronómica. Podemos comer, alimentarnos por necesidad, sin buscar extras ni ningún esfuerzo que no vaya encaminado a saciarnos. O podemos sentarnos a la mesa, porque tenemos la suerte de disponer del suficiente tiempo libre y la suficiente capacidad adquisitiva como para disfrutar de una velada en compañía en el restaurante que deseamos y pagando lo que nos interese. En ese caso, si tenemos claro que nos disponemos a disfrutar, a experimentar, a ponernos en las manos de profesionales, es cuando hacemos responsables a esos profesionales de nuestro placer, y es por tanto cuando sí tenemos la obligación de atender a todos esos matices, que en principio aquella ensalada ilustrada no nos va a aportar.
Es entonces cuando del humus con anchoas, helado de pimientos asados y salsa romescu (que pude probar en uno de los restaurantes más aconsejables de esta ciudad), no atendemos solo a que el helado sea un descubrimiento para el cerebro y el paladar, sino también a que la anchoa cumpla y sobrepase a la perfección todos los parámetros que se le deben exigir, que el humus presentado en un cuadrado perfecto sea un regalo para la vista flanqueado por una lágrima de romescu, y que la sensación global al introducirnos todos los elementos en la boca sea armónica y en resumen, plenamente placentera. Es entonces cuando damos el visto bueno a deconstrucciones y gaitas.
Manu Jiménez