¿Cuántos de ustedes han probado alguna vez un vino cuya etiqueta anuncia Retour des Indes?
Se trata de una expresión comercial del siglo XIX empleada para designar aquellas barricas que habían realizado el viaje de ida y vuelta a las Américas, a modo de lastre, en la sentina de un navío. Alguien decidió que la travesía beneficiaba el vino, confiriéndole cierta complejidad adicional atribuida al envejecimiento prematuro causado por el vaivén de las olas, la humedad y las temperaturas tropicales. Y aquello se convirtió en un boom.
Según el Diccionario-manual del capataz de bodega (1896) de Edouard Feret, auténtica biblia del comerciante de vinos decimonónico, «los largos viajes bonificaban el contenido de los toneles» y hacían aumentar su precio de regreso al puerto de origen. Las etiquetas solían ir ilustradas con la imagen evocadora de un clipper o algún otro modelo de velero mercante con tres o cuatro palos.
El inicio de la moda se atribuye al bordelés Louis Gaspard d’Estournel, propietario del famoso Cos d’Estournel en Saint-Estèphe (Médoc), y todo indica que tuvo la astucia de lograr vender más caro un vino que había sido rechazado en ultramar por su destinatario. Un truco que, al parecer, ya habían puesto en práctica los merchants ingleses con los madeiras devueltos por las colonias, rebautizándolos como vinho da roda y duplicando su precio.
En su tratado Les Vins de France (1927), Paul Cassagnac sostiene la teoría de que algunos vinos de elevado grado alcohólico, como el Porto y el Jerez, o de marcada expresión tánica, como los grandes Burdeos, bien podrían mejorar durante una larga travesía marítima; pero no así los más delicados. Y apunta, igualmente, que dicha tendencia fue remitiendo con la llegada de los navíos a vapor y la plaga de la filoxera, pero no antes de que casas punteras de la época como Château Lafite, Pontet-Canet Schÿler o Chasse Spleen lanzasen sus propias versiones del Retour des Indes coincidiendo con la añada 1864, considerada la cosecha del siglo.
La historia de estos vinos viejunos resulta tan entrañable que incluso algunos bodegueros de nuestro tiempo han querido realizar sus propios experimentos inspirándose en aquellas aventuras enófilas-viajeras. Por ejemplo, la familia Amoreau envía cada año varios barriles de su Château Le Puy Retour des Illes a cruzar el Atlántico a bordo del Tres Hombres: un bergantín de 32 metros de eslora que es el único velero de carga que enlaza actualmente Europa con Brasil y el Caribe, transportando cacao o café con el marchamo de comercio justo. Embotellado a su retorno en una oscura y pesada botella artesanal de apariencia decimonónica, cada unidad de 0,75 cl ronda los 300 euros en el mercado del coleccionista.
Sin haberlo puesto a la venta nunca, el riojano Telmo Rodríguez llegó a embarcar un buen número de mágnums de su Remelluri 1989 en el buque-escuela de la Marina Española Juan Sebastián Elcano para que le acompañaran en su vuelta al mundo anual. A cambio, proporcionó el vino que consumió la oficialidad durante todo el trayecto. Algunos de sus amigos tuvimos la oportunidad de catar el resultado y puedo asegurarles que no era un reserva de Rioja al uso, sino algo más expresivo y sensual. Pero quizá fue simple sugestión.
Y el plus diferencial no se reduce a los viajes trasatlánticos. ¿Acaso no han oído hablar de los blancos o tintos madurados en las profundidades del mar? Desde hace algunos años, un puñado de bodegueros reivindica los fondos del litoral o de las rías como el lugar idóneo para almacenar botellas. Difícil rebatir sus argumentos: a cierta profundidad, la temperatura es constante, no hay luz ni oxígeno; por no hablar de la absoluta quietud, indispensable para envejecer debidamente un vino.
Como tantas ideas aparentemente descabelladas, la inspiración llegó en 2010 por el hallazgo imprevisto en el archipiélago de Aaland (Finlandia) de un barco hundido en 1880. Los buzos que bajaron a explorar el navío encontraron un centenar de botellas de Veuve Clicquot destinadas a la corte rusa. Cuando en la maison de Champagne cataron aquel espumoso, que había permanecido 170 años en las profundidades del Báltico, resultó sorprendentemente vivo, a pesar de haber perdido algo de burbuja. Así que, cuatro años después, pusieron en marcha la iniciativa Una bodega en el mar para observar, durante las siguientes cinco décadas, la evolución de su famoso Yellow Label a 42 metros de profundidad.
Y como hay gente pa tó –que dijo el diestro Rafael el Gallo cuando le presentaron al filósofo Ortega y Gasset–, los vinos subacuáticos se han reproducido por doquier, sin que nadie sepa a ciencia cierta la gracia del asunto más allá del storytelling y una divertida presentación del producto, con conchas marinas pegadas al vidrio. Si tienen curiosidad, busquen el Thalassitis de Gaia Wines, atesorado durante un lustro en jaulas metálicas a 25 m de profundidad en la isla de Santorini, para sacar el mayor partido a la uva assyrtico. O el Riserva Marina di Portofino, que envejece en las aguas del golfo del mismo nombre por cortesía de la bodega Bisson de Chiavari. O las ánforas de terracota de la bodega croata Edivovino…
¿Y en España, qué? Pues los primeros experimentos que recordamos llegaron de la mano del jerezano Luis Pérez y su Garum Submarino, criado entre Conil y Sancti Petri (Cádiz); así como de Raúl Pérez y su albariño Sketch, conservado en las bateas de la Ría de Arousa (Pontevedra). Y aún existen otros nombres como el Viña Maris de Enrique Mendoza (Calpe, Alicante), el Crusoe Treasure de Bajoelagua Factory (Bahía de Plencia, Vizcaya) o el Tendal que la Bodega Palmera Castro y Magán (Canarias) guarda en cavas submarinas del litoral oeste de la isla de la Palma con la ayuda del Club de Buceo Cueva Bonita.
Muchas veces, las historias que hay detrás, fascinantes o inverosímiles, son mejores que los productos en sí. Eso pasa en el vino y en la vida. Pero todos necesitamos cosas que nos hagan soñar…
Fuente: The objective. Autor: Juan Manuel Bellver

